27 de abril de 2011

El metraje de la nostalgia y la neurona del empatía


Cuando alguien como yo lee el título de una película que se llama 'Todas las canciones hablan de mí', algun tipo de resorte se activa en su cabeza. Es arriesgado moverse por impulsos, pero en este caso la primera impresión se confirmó poco después. El teaser de la peli daba algunas pistas: la historia de una ruptura sentimental de una pareja de casi treintañeros algo intelectualoides con alta carga literaria y musical.

 'Todas las canciones hablan de mí' es cine con identidad. Identidad con la que, además, me siento bastante identificada-como no y valga la redundancia-. Un buen amigo dice que si en un concierto hay una armónica, ese concierto automáticamente le gusta. Bien, a mí me pasa un poco con la poeta argentina Alejandra Pizarnik. Así que, entre otras cosas, esta película me ha cautivado por sus referencias literarias, entre las que se encuentran varios de mis escritores de cabecera como la propia Pizarnik, Fernando Pessoa o Milan Kundera. Lo que menos me agrada, eso sí, son las alusiones tan explícitas a estas citas literarias, no sé, hechas deliberadamente, con poca naturalidad. Justificadas en el fondo, pero no en la forma. No obstante, este tipo de detalles le dan ese aire amateur a la cinta que la hace mágica y bella. Tú ves 'Todas las canciones hablan de mí' y estás visionando la primera película de un joven guionista, Jonás Trueba, amante del cine, la literatura, la música y las cosas bellas. Un joven con pretensiones y sueños que no caer en ser pretencioso.


Leí hace poco una entrevista a Bárbara Lennie, la protagonista, en la que le preguntaban si ésta era una película generacional. Ella dijo que no creía que era fuera la vocación primigenia de este largo, pero que de alguna forma lo conseguía a juzgar por los comentarios que sus amigos le habían hecho. Para mí es absolutamente una película generacional. De jóvenes ultrapreparados, cultos, urbanitas, enamoradizos, inseguros, encantados y temerosos a partes iguales del mundo en el que les ha tocado vivir. Soñadores como pocos y resistiéndose a despojarse de ellos así sin más. Zarandeando el amor y exprimiéndolo antes de que deje de ser eterno una vez más.

Desde el punto de vista formal destacaría muchas cosas de la película. Está compuesta por secuencias largas y pausadas, sincronizadas con diálogos bellos y ciudados, textos medidos con bastante profundidad que logran escaparse del artificio. Ahí mucho tiene que ver el trabajo de sus actores principales con un Oriol Vila metido hasta la médula en la piel de Ramiro Lastra, su personaje.
Me gusta mucho cómo está rodada. Se nota que la cada plano está buscado, que ninguno es gratuito, que no se escatimado en encuandres. Los objetos, las habitaciones y las calles son personajes más de la cinta-calles que son las mismas que todos hemos recorrido, plazas en donde nos hemos sentado y terrazas en las que hemos bebido y reído deseando retener esos instantes. Si aparece la habitación de Ramiro de casa de su abuela, vemos una habitación con una decoración pelicular formada por muebles de cuando era niño, otros propios de la etapa de estudiante. A fin de cuentas, una habitación que nos narra cosas de su pasado pero tan veladamente que es raro que te fijes en eso. El apartamento de la pareja está plagado de objetos que hablan por sí solos.




 Me encanta el tratamiento de la luz, cuya intensidad se regula en función a la trama y es utilizada de forma sencilla pero eficaz. Y sobre todo esa iluminación que reviste Madrid de una forma delicada y dota a la ciudad de una armonía inexistente. Por cierto y que no se me olvide, más me gusta el sonido; con combinaciones muy lúcidas de anbientes, música en fondo y primer plano de lo más convenientes. Con una voz en off reflexiva y susurrante, con todo melancólico y un toque de omnisciencia buscada para esconder lo autobiográfico.




Sabemos cosas de los personajes sin caer en estereotiparlos vistiéndolos de tal u otra forma. Su estética es simple, depurada, habla de ellos pero no los define, no los encasilla. Tampoco ninguna de las localizaciones ni decorados. No son grandilocuentes, ni modernísimos. Son absolutamente creíbles, gente sencilla, de carne y hueso, de los que se levantan a desayunar y se les ha acabado el pan y tienen que ir al chino. En el piso de Andrea y Ramiro podría vivir perfectamente yo. Y yo que soy muy del club de los 'verosimilistas' viendo cine disfruto con eso. No soporto las cosas típicas de ficción como por ejemplo lo que ocurre en la horrorosa serie 'El barco': se acaba el mundo, sólo quedan los de un barco, pero todos los días tienen un mega desayuno en la mesa con zumo recién exprimido y croissants a tutiplén- un poco de por favor así no hay quien empatice-.

Pero con lo que más disfruto es con la cadencia de la película, con las escenas bien montadas. Con los capítulos diferenciados y esa estructura y tipografía taaaan de las pelis de Eric Rohmer. Porque eso sí, este director se ha metido un chute de Nouvelle Vague. Ahora bien, lo interesante es cómo ha logrado esa mezcla sutil entre pedantería, humildad, complejidad y simpleza que por ejemplo siempre caracterizó a otro de los grandes del cine francés. a Truffaut. Ramiro Lastra, sin duda, es un Antoine Doinel de Malasaña. Se van de discoteca y borrachera y bailan tecno al rítmo de una canción de Nacho Vegas.



 Es una película que me emociona y me hace confiar un poco más en las historias que al cine español les queda por contar. Tiene que ver con mi edad y mis gustos 100%. Cuestión de empatía, supongo. Tendré que ese capítulo de 'Redes' en el que hablan de la neurona que segrega la sustancia que la causa. Neurona absolutamente necesaria para todo buen espectador de cine que se precie. Por cierto, el monólogo final es una maravilla.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

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abrazo

Hosting dijo...

Muy buen post, disfrute mucho tu blog, realmente disfrute mucho visitarte.