20 de marzo de 2013

Jason Molina y su permanente lucha con la existencia


Hace menos de un mes, el día de mi cumpleaños, me regalaron el vinilo de Songs:Ohia, "Magnolia Electric Co". (2003), uno de mis discos favoritos que aún no tenía en formato físico. El pasado lunes me llegó la noticia de la muerte de Jason Molina. Tenía 39 años, graves problemas con el alcohol y una capacidad única para convertir la angustia en música. En los últimos años se aisló del mundo, se retiró a una granja, materializando de nuevo el mito americano del artista y la cabaña. Tuvo que pedir ayuda económica públicamente para costearse el tratamiento médico de la enfermedad crónica que padecía. Como muchos en su país, no tenía seguro médico.

No hizo tanto ruido como otros grandes del que siempre califican "nuevo folk americano" o la americana alternativa. En mi entorno siempre fue mejor escuchar a Tweedy, Vic Chesnutt o Mark Kozelek. Yo siempre fui más de Molina y si me apuras, de Damien Jurado. Muchas veces me pregunto y me respondo a la vez ¿Qué es lo alternativo mas que lo no se conoce? Porque más allá de mi twitter y de mis cuatro amigos melómanos, más allá de las páginas de revistas especializadas, la muerte de Molina pasa inadvertida. Es extraña la conexión tan íntima de la obra de este artista con sus seguidores, a los que me atrevería a llamar militantes. Como es extraño que sus discos no hayan traspasado la frontera de lo minoritario para ser universales.








 El lunes, cuando supe la noticia, la tristeza me invadió, como si el que hubiera perdido la vida fuera mi vecino o un familiar. Tengo buenos amigos que creen que si muchos piensan en algo con fuerza, la energía se concentra y es recibida por la persona en la que se piensa. Me gusta pensar que Molina sintió la energía de todos los que vibramos con su música, de los que salíamos con un nudo en el estómago de sus conciertos e intentábamos encontrar su mirada esquiva, de ojos escurridizos y vidriosos, la que siempre escondía en su gorra de beisbol, que se tornaba cálida y envolvente a la hora de mantener las tres frases de rigor que precedían la firma del disco o el agradecimiento por aquella hora de intensa comunión con sus canciones, con su forma de interpretarlas y que se convertían en la acepción más precisa y bella de la palabra sublime.

Molina trascendía lo musical, plasmaba su inquebrantable ingenuidad en unas letras que se resistían a ser tristes, en donde había resquicios de luz. Y aquel hombre pequeño y enfrascado en su mundo de búhos, cuervos y atmósferas oscuras rozaba la épica con la punta de sus dedos en cada arpegio. Todo eso sólo un hombre y su guitarra. Jason Molina nos dio mucho como músico y lo mínimo que podemos hacer, más allá que honrar su memoria, es escuchar sus discos, hablar de ellos, recomendarlos, no permitir que queden en el olvido jamás.

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